Día uno. Llueve. Adentro y afuera. Toda imagen pictórica del
átomo está irremediablemente equivocada. ¿Será el amor también así? Una
constante imagen que quiere mostrar todos tus miedos creyendo que alguien más
va a estar ahí para tenderte la mano y ayudarte a levantarte. Que mágicamente
va a abrir los ojos delante de ti y va a borrar todo pasado oscuro, todo
presente aberrante y todo futuro incierto, que te pone en algún tiempo
indefinido y te hace creer que todo puede mejorar porque existe ese absurdo
paralelismo en el cual todo huele a vainilla. Que te hace escuchar la melodía
de un violín en una vieja y corroída estación de trenes, que te hace sentir
como el celeste de la atmósfera te envuelve y te eleva. Que te arranca el
zapato de la pesadez y te empuja a través de una puerta a un colchón de plumas en el que saltas hasta caer rendido en un sueño feliz. Todo a cambio de que te
quedes con esa sensación eterna, que te vuelvas un adicto a ese paraíso que sus
ojos te ofrecían día a día. El amor y su imagen pictórica.
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Hacía tanto calor afuera que era sofocante. Él no dejaba de
hablarme de su música y del sueño inalcanzable de tener su propio bajo. Solo se
detuvo para saludarla. Me pareció que ese saludo tenía que haber representado
más: ella sonreía vigorosamente y lo abrazaba. Tenía tatuada la espalda con
unas suaves líneas que no pude entender hasta mucho después. Después de eso él
dejó de hablarme de todos sus sueños para contarme de ella y su increíble personalidad.
Esa mujer era la paz que nunca había podido encontrar.