Él le había dicho que no
le iba a permitir volver a caer en ese infierno, que iba a cortarle todas las
ganas implantándole el sentimiento del verdadero miedo. Le dijo que se vaya,
que corra porque se iba a inyectar e iba a dejar de ser él para convertirse en
el Diablo. Ella no huyó, se le quedó mirando desde arriba, con esa mirada que
tienen los guerreros que saben que van a desangrarse pero salen al campo de
batalla y dan todo por su Patria; con el miedo corriéndole las venas pero
sabiendo que iba a pelear, que nadie la iba a pisar. La encerró. La empastilló.
Se violentó. Le implantó el miedo con la mirada. Se le grabó a fuego en su
memoria. Le juró que nunca más iba a poder levantar la cabeza. Apretó hasta que
se puso violeta. Ya no podía ni llorar, no tenía ni fuerza para pedir que pare.
En cada momento que pasaba sentía menos, sabía que ya no estaba acá. Lo último
que recordó fue el dolor que le implantó ese asqueroso olor a metal oxidado que
le hacía sentir.
Cuando despertó supo lo
que había pasado. Quiso pararse y no pudo.
Estaba en el desierto luchando desde su inconsciente, desde la razón que
no le quedaba. Pasó años en aquella oscuridad y en la soledad que le implantó.
Quedó en ese piso.