Estaba entre los brazos de
quien la amaba con locura. Quería hacerlo suyo. Quería meterse en su alma.
Quería hacer eterno ese momento. No pudo.
Se paró y corrió. Se quería ir. El recuerdo la perseguía: todo el dolor de estar perdiendo una parte de ella la inundaba. Recordaba
cada detalle, su cara, su mano, sus ojos, la oscuridad en la que entraba a cada
segundo, las ansias de pararse y no poder, nauseas, sangre. Se iba. Se estaba
yendo. Él la retenía en este mundo. Se escuchaba la televisión y sabía que
nunca nadie en ese departamento se iba a dar cuenta de que ella estaba al final
del pasillo arrodillada completamente en tinieblas. Le dolía tanto. Perdía algo
de su cuerpo. Cómo si le estuvieran arrancando el estomago con una pinza: punzante
y eterno. Lloraba angustiosamente no solo por el recuerdo sino porque no
podía contarle a nadie lo que le estaba pasando, lo que había vivido tan sola,
aquello que la atormentaba en cada pesadilla, lo que la hacía levantarse
agitada, llorando, balbuceando “poco amor”. Él la miraba desde la otra punta de
la habitación. No se imaginaba el infierno por el que pasaba su compañera en su
mente.
La habían marcado para
siempre. Él la arruinó. No quiso
nunca más tocar ese abismo. Prefirió la eterna soledad y la abstinencia de calor humano.