Era muy temprano en la mañana como para
que la estén llamando. Era él, sumido en sus adicciones, echándole en cara
todos sus errores, escupiéndole todo el odio que había acumulado por tanto
tiempo. No entendía nada de lo que le decía, hablaba el idioma del inconsciente.
Le cortó el teléfono y leyó los tantos mensajes que le había mandado: no solo se
terminaba todo sino que él había vuelto a su agujero. Se despertó corriendo.
Cuando quiso darse cuenta que lo único que llevaba encima eran unas ojotas
viejas y su billetera ya era demasiado tarde, había llegado a su puerta, a la
puerta del infierno y no dudó en tocar y entrar. Había ido a ayudarlo a ver con
claridad y solo recibió un poco más de la medicina diaria, violencia. Se alejó llorando, quería rezarle al Dios de la perdición. Compró su propia
adicción y la consumió hasta extraviarse en la mañana. Quería borrar para siempre
esa situación, quería hacer perder todo su amor en un mar de alcohol
incontrolable. Supo que nunca se iba a despegar de esa botella que tanta calma
le daba al dejar que su llanto, su odio, sus pensamientos y sus acciones
dejaran de ser automáticos para que fluyan como una suave terciopelo por su alma. No
se daba cuenta que estaba totalmente ebria un martes a las nueve de la mañana,
que tenía que asistir a la facultad, que tenía una vida estable formada y la
estaba desperdiciando por un adicto.
Se iba para nunca volver. Quería jugar en ese bosque a esconderse del lobo. Jugar con su mente, con sus recuerdos, con la explosión de sus incontrolables sentimientos.
Se hizo dependiente a ese maldito juego de la destrucción que pasó a ser parte de su rutina diaria: lo desayunaba, lo almorzaba y lo cenaba.
Era su nueva sangre.
Se iba para nunca volver. Quería jugar en ese bosque a esconderse del lobo. Jugar con su mente, con sus recuerdos, con la explosión de sus incontrolables sentimientos.
Se hizo dependiente a ese maldito juego de la destrucción que pasó a ser parte de su rutina diaria: lo desayunaba, lo almorzaba y lo cenaba.
Era su nueva sangre.